Por: Marcelo Laura G.
En la historia de Bolivia, los discursos de construcción nacional se gestaron en aquellos sectores que detentaron el poder. Tal como señala Sanjinés entre quienes estuvieron en posición de “incluir” y quienes son los que debieron aceptar quietamente ser “incluidos”.
Ya desde la constitución del Estado patrio, la oligarquía criolla – mestiza se atribuyó la responsabilidad de la organización del Estado moderno, relegando a segundo plano a la vasta población indígena considerada por ellos como un sector ajeno a la construcción de la nación; sin embargo, este último por medio de las constantes revueltas buscaba ser reconocido en el proyecto de construcción nacional. Lamentablemente, los indígenas siempre fueron manipulados por aquellos que necesitaban su apoyo para vencer y una vez alcanzado su objetivo le negaron todo derecho dentro de la vida pública y la política nacional.
Esta constante marcaría la vida republicana del siglo XX donde se veía al indio bajo la visión de Arguedas como un conjunto de defectos hereditarios que lo descalificaba dentro del progreso social; o en su nivel más llamativo, el de Tamayo que reconocía sus cualidades de indio pero le negaba la capacidad de mando y autodeterminación.
La revolución del 52 no cambiaría esa condición de subordinación del indio, al contrario, los ideólogos del nacionalismo revolucionario reinventaron el pasado para darle al indígena un imaginario mestizo mucho más sólido.
En efecto, el proceso de subordinación activa del campesinado indio al Estado de 1952, fue liderado por el sindicalismo agrario, y reafirmado por el pacto militar campesino de 1964; se trató de borrar lo multicultural y el bilingüismo con la imagen de un campesino parcelario, mestizo, castellanizado en integrado al mercado.
Ya en los noventa con el surgimiento de una ideología más indígena – el katarismo – hábilmente se introdujo al indígena en la arena política desde un punto de vista estético, para la captación de votos, así como el apaciguar la reflexión crítica de los sometidos – los indígenas – resistentes a ser incluidos desde arriba, desde el poder, buscando participar en el acto mismo de dicha inclusión.
Hoy se nota con desdén que los partidos políticos reciclados de la democracia pactada de los noventa busca con ahínco imbuirse de la imagen del indígena para detentar una vez más el poder. Ante esto, uno no hace más que preguntarse ¿Por qué recién se busca una participación activa de la imagen indígena en las estructuras partidarias? ¿No fueron acaso los indígenas el grueso de la población nacional? ¿O acaso la democracia pactada nunca vio en el indígena un representante digno de la estructura partidaria?
Me gusta pensar desde una perspectiva fichteana que se ha encumbrado una “relación de derecho” en la cual existe un mutuo reconocimiento de racionalidad entre ambas partes, destronando el paupérrimo modelo eurocéntrico de “civilización y barbarie” que pretendía destruir las culturas locales; y que no se puede pensar el ideario de la construcción nacional sin la participación de aquellos sectores sociales que antaño fuesen relegados por el modelo liberal modernizador excluyente.
En la historia de Bolivia, los discursos de construcción nacional se gestaron en aquellos sectores que detentaron el poder. Tal como señala Sanjinés entre quienes estuvieron en posición de “incluir” y quienes son los que debieron aceptar quietamente ser “incluidos”.
Ya desde la constitución del Estado patrio, la oligarquía criolla – mestiza se atribuyó la responsabilidad de la organización del Estado moderno, relegando a segundo plano a la vasta población indígena considerada por ellos como un sector ajeno a la construcción de la nación; sin embargo, este último por medio de las constantes revueltas buscaba ser reconocido en el proyecto de construcción nacional. Lamentablemente, los indígenas siempre fueron manipulados por aquellos que necesitaban su apoyo para vencer y una vez alcanzado su objetivo le negaron todo derecho dentro de la vida pública y la política nacional.
Esta constante marcaría la vida republicana del siglo XX donde se veía al indio bajo la visión de Arguedas como un conjunto de defectos hereditarios que lo descalificaba dentro del progreso social; o en su nivel más llamativo, el de Tamayo que reconocía sus cualidades de indio pero le negaba la capacidad de mando y autodeterminación.
La revolución del 52 no cambiaría esa condición de subordinación del indio, al contrario, los ideólogos del nacionalismo revolucionario reinventaron el pasado para darle al indígena un imaginario mestizo mucho más sólido.
En efecto, el proceso de subordinación activa del campesinado indio al Estado de 1952, fue liderado por el sindicalismo agrario, y reafirmado por el pacto militar campesino de 1964; se trató de borrar lo multicultural y el bilingüismo con la imagen de un campesino parcelario, mestizo, castellanizado en integrado al mercado.
Ya en los noventa con el surgimiento de una ideología más indígena – el katarismo – hábilmente se introdujo al indígena en la arena política desde un punto de vista estético, para la captación de votos, así como el apaciguar la reflexión crítica de los sometidos – los indígenas – resistentes a ser incluidos desde arriba, desde el poder, buscando participar en el acto mismo de dicha inclusión.
Hoy se nota con desdén que los partidos políticos reciclados de la democracia pactada de los noventa busca con ahínco imbuirse de la imagen del indígena para detentar una vez más el poder. Ante esto, uno no hace más que preguntarse ¿Por qué recién se busca una participación activa de la imagen indígena en las estructuras partidarias? ¿No fueron acaso los indígenas el grueso de la población nacional? ¿O acaso la democracia pactada nunca vio en el indígena un representante digno de la estructura partidaria?
Me gusta pensar desde una perspectiva fichteana que se ha encumbrado una “relación de derecho” en la cual existe un mutuo reconocimiento de racionalidad entre ambas partes, destronando el paupérrimo modelo eurocéntrico de “civilización y barbarie” que pretendía destruir las culturas locales; y que no se puede pensar el ideario de la construcción nacional sin la participación de aquellos sectores sociales que antaño fuesen relegados por el modelo liberal modernizador excluyente.
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